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Historias de la Historia de Carli Claa

29/01/2012 – Quinquela Martín, el carbonero que se convirtió en pintor

 


 Quinquela Martín, el carbonero que se convirtió en pintor

Por Carlos C. Claá *

 

A 35 años de la muerte del “artista del riachuelo”. Creador del turístico Caminito.

 

Cuando tenía 37 años, en su primera exposición en Estados Unidos, un millonario de apellido Farrel quiso contratarlo por medio millón de pesos para que pintara murales en todas sus fábricas. El pintor se negó. “Argentina necesita artistas y mi trabajo pertenece a mi país”, le contestó.

La anécdota lo muestra de cuerpo entero: Sin el barrio de La Boca, Quinquela Martín no hubiese sido ese eximio pintor. Aunque, vale la aclaración, sin Quinquela Martín, La Boca tampoco sería ese colorido barrio porteño.

No se sabe cuándo nació. Pero el 20 de marzo de 1890, una empleada de la Casa de los Expósitos lo encontró abandonado en el umbral de la institución. Bien vestido, con un pañuelo adornado con una flor bordada y cortado en diagonal –aunque quien conservó el otro retazo nunca volvió a buscarlo– y con una nota que indicaba: “Este niño ha sido bautizado con el nombre de Benito Juan Martín”.

El chico creció en ese lugar. A pesar de que él la recordara como una infancia sombría, solitaria, con mucho encierro y poca imagen paterna, siempre estuvo agradecido de aquel hogar, donde nunca tuvo que pasar hambre.

Pero la suerte de Benito cambiaría. Gracias a Manuel Chinchella, un italiano robusto, quien trabajaba en su carbonería e iba al puerto a hombrear bolsas, y a su esposa, la entrerriana Justina Molina, mujer de sangre india y analfabeta, quien había sido sirvienta y, a pesar de sus limitaciones educativas, regenteaba con inteligencia la fábrica de carbón. La pareja no podía tener hijos. Por lo tanto, decidieron adoptar un niño ya crecido que pudiese colaborar con el negocio familiar.

Benito aprendió a leer y a escribir. Cursó hasta tercer grado, cuando debió abandonar por carencias económicas. Participó de política aún siendo menor de edad, acompañando a Alfredo Palacios. Aprendió los códigos de la calle con sus amigos del barrio. Y, si bien con su padre la relación era más distante, tuvo un gran afecto por Justina.

Comenzó a pintar en la escuela, inspirado en los coloridos barcos que amarraban en el puerto. Y luego, a los 14, se anotó en la Sociedad Unión, una institución educativa nocturna que dictaba variados cursos. Allí empezó su relación con un mundo de artistas al que él, trabajador de una fábrica de carbón, era totalmente ajeno. Del maestro Augusto Rodin, extrajo una frase que sería el leit motiv de su obra: “Pinta tu aldea y pintarás el mundo”.

A Manuel Chinchella, que su hijo quisiera ser artista le parecía una idea poco seria. Para él, un trabajo decente era levantar bolsas, no pintar cuadros. Por lo tanto, Benito se alejó de su casa. Anduvo como un vagabundo por diferentes lugares. Vivió en la Isla Maciel, territorio de delincuentes, supo adaptarse y aprendió los manejos de la calle. Trabajaba en talleres que montaba y desmontaba, en diferentes altillos y hasta en algún barco encallado en el puerto. Sin embargo, el ruego de su madre lo convenció de regresar.

Una vez que fue mayor de edad, cambió su nombre. Castellanizó Chinchella, reemplazando las “ch” por “qu”. Además, suprimió el Juan, y dejó el apellido que alguien había escrito en la nota que dejaron aquella vez en la Casa de los Expósitos. Desde allí, el pintor fue Benito Quinquela Martín.

Como él y sus compañeros eran artistas ortodoxos y carecían de formación en escuelas reconocidas, el Salón Nacional no los aceptaba. Por lo tanto, crearon el Primer Salón de los Recusados, y las críticas de los diarios comenzaron a hablar de Quinquela. Con suerte dividida, pero, al menos, ya había salido del anonimato.

Con el tiempo comenzaron a aparecer mejores opiniones. Curadores y coleccionistas fueron a buscarlo y ya todo dejó de ser un juego. Su padre dejó de mirarlo como a un loco y decidió respetarlo. “Tenemos un gran artista en la casa. Al menos eso es lo que dicen los diarios”, repetía con orgullo.

En 1919 expuso por primera vez en el Salón Nacional. Había presentado dos obras y, como sólo le habían aceptado una, había planeado ir con un amigo, robar las pinturas y llevarlas al Salón de los Recusados. Pero al llegar, armados con cuchillos para cortar las telas, debieron desistir al descubrir ambas obras colgadas en el museo.

Además, expuso en el Jockey Club. Eso acarreó nuevas ventas a personajes influyentes del país. Y luego comenzaron los viajes al exterior.

Vivió seis meses en Brasil. A su regreso, el presidente Marcelo T. de Alvear le dio un cargo diplomático y le hizo los contactos necesarios para exponer en países europeos. Recorrió España –donde se relacionó con los reyes–, Francia, Italia, Inglaterra, Estados Unidos. Siempre con la misma personalidad humilde que arrastraba de sus días de trabajador portuario, no hubo lugar donde no cayera bien y las personalidades más importantes no quisieran agasajarlo. Hasta el Papa Pío XI, quiso conocerlo.

En Argentina, su primera muestra la realizó en el museo Rosa Galisteo de Rodríguez, en la ciudad de Santa Fe.

Fue parte de la “Peña del Tortoni”, donde participaban grandes artistas nacionales. Y fundó la logia “La orden del tornillo”, porque a los participantes les faltaba uno de esos en la cabeza para estar cuerdos.

Nunca se olvidó de La Boca. Y fue el gran impulsor del crecimiento del barrio. Hizo construir la escuela Pedro de Mendoza, el Lactario Municipal, el Hospital Municipal de Odontología y el teatro de La Ribera, entre otras cosas. En 1950, incentivó a un grupo de vecinos a recuperar las vías del tren abandonadas. Y, como decía el tango de su amigo Filiberto, llamaron a ese lugar “Caminito”. “Un día se me ocurrió convertir ese potrero en una calle alegre. Logré que fueran pintadas con colores todas las casas que lindan con el estrecho caminito e hicimos del lugar un museo de arte abierto”, recuerda en su autobiografía Quinquela Martín.

A los 84 años, luego de sufrir una hemiplejia, se casó con Alejandrina Marta Cerruti, su secretaria. Pero sólo convivió 3 años con ella. A los 77, el 28 de enero de 1977, murió. Su cuerpo fue depositado en un féretro pintado por él mismo, donde, por supuesto, no faltaron la bandera de argentina y los barcos de muchos colores.


*Abogado, diplomado en Historia Política Argentina. Estudiante de Periodismo

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