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Historias de la Historia de Carli Claa

09/10/2011 – El asesinato del primer golpista

 


 

El asesinato del primer golpista

Por Carlos C. Claá *


El 9 de octubre de 1841 asesinaron a Juan Lavalle, quien había realizado el primer golpe de estado nacional.


El sol apenas comenzaba a quebrar el horizonte en la madrugada histórica del 9 de octubre de 1841. El general Juan Galo de Lavalle, el unitario de tantas batallas, no imaginaba que aquella escaramuza que se armaba en el patio delantero de esa casa de Jujuy, iba a dictar su fin.

Los enemigos federales no eran más de 30. Él, que se había enfrentado a ejércitos enteros vestidos de rojo punzó, sin dudas esperaba que la muerte lo fuese a buscar en un lugar más digno. Preguntaron por su persona y le dijeron que el general no se hallaba presente. Los paisanos estaban a punto de retomar la búsqueda cuando un oficial unitario, desde adentro de la morada gritó ¡A las armas! – frase de la cual derivó, posteriormente, la palabra alarma-. Entonces salieron a repeler a aquella improvisada tropa de paisanos federales.

Juan Lavalle descansaba en una habitación trasera de la casa. Al ruido de la gresca, se levantó y fue avisado por un oficial de que unos pocos federales desorganizados venían a darle caza. Ni siquiera busco su espada. Probablemente no pensara salir a enfrentarlos. Iba a dejar que sus huestes les dieran muerte a aquellos intrépidos que se presentaban a exigir por él.

Pero el destino es ingobernable, y es por eso que Lavalle se acercó a la puerta y espió por la cerradura lo que pasaba en el patio delantero. A un paisano federal, de nombre José Bracho, se le escaparon tres disparos que fueron a dar a la puerta de roble. Increíblemente, uno de los tiros se coló por el ojo de la cerradura, allí donde Lavalle espiaba la riña.

La bala le perforó la garganta y lo dobló en dos del dolor. La herida fue mortal y, en breve, la vida del unitario se agotó. De una vez y para siempre.

La muerte de Lavalle, y con ella su vida, se ha escondido en la historia. No por culpa de nadie, sino solamente del destino. Pues quiso el destino que el mismo 9 de octubre, pero de 1967, muriera el popular guerrillero Ernesto “Che” Guevara y que cada 12 de ese mes se celebre el “descubrimiento” de América. Entonces, no quedan espacios para recordar la vida de este porteño feroz y bárbaro.

Nació el 17 de octubre de 1797 en Buenos Aires. Vivió algunos años en Chile, pero regresó de joven y se formó militarmente en su provincia. Fue aceptado por San Martín para luchar con el Regimiento de Granaderos a Caballo. Participó en el triunfo de Chacabuco y en la derrota de Cancha Rallada, entre otras reconocidas batallas. Realizó la expedición a Perú, donde tuvo estelares actuaciones en Río Bamba y Pichincha. Fue gobernador de Mendoza.

Cuando, en 1826, se designó a Bernardino Rivadavia presidente de las Provincias Unidas, Juan Lavalle fue enviado a batallar a la guerra con Brasil, y su labor militar fue nuevamente destacada.

Rivadavia era un ferviente unitario, al que los caudillos provinciales resistían. Por eso, a su sombra comenzó a destacarse la figura política de Manuel Dorrego. Este federal rioplatense se convertiría en el enemigo principal de los porteños.

La mala gestión diplomática de la guerra con Brasil y el intento fallido de imponer una Constitución centralista, obligaron a Rivadavia a renunciar. Así es como llegó a la gobernación de la provincia más rica Dorrego, el primer líder popular y nacional que se hizo cargo de la representación de las Provincias Unidas.

Manuel Dorrego gobernó sin el apoyo político y económico de la elite porteña. Julián Segundo de Agüero escribía que el caudillo federal representaba la barbarie, en contra de la civilización –que, por supuesto, eran ellos-. Este juego de palabras ya era usado mucho tiempo antes de que Sarmiento escribiera Facundo.

Esa falta de apoyo obligó a Dorrego a firmar la paz con Brasil, a pesar de que en los campos de batalla los patriotas habían triunfado. Allí debió reconocer la independencia de la Banda Oriental. Era agosto de 1828, cuando nacía la república de Uruguay.

Los soldados que habían luchado con ferocidad ante Brasil volvían descontentos por el tratado firmado por el federal. Se sentían traicionados. Entonces Juan Lavalle encontró su oportunidad. Envalentonado por un grupo de porteños, el 1° de diciembre de 1828 realizó el primer golpe de estado de la historia de estas tierras.

Dorrego logró escaparse con el fin de juntar fuerzas y resistir el alzamiento. Pero pocos días después fue capturado y así, sin más, sin proceso ni juicio previo, fue fusilado por orden de su golpista. Antes de morir, Manuel Dorrego le escribía a su mujer: “Perdono a todos mis enemigos y suplico a mis amigos que no den paso alguno en desagravio de lo recibido por mi”.

Los amigos de Dorrego no darían paso alguno, pero solo por el hecho de que Lavalle comenzaría una brutal cacería de todo aquel que simpatizara por el caudillo federal. Corría el 1829 y Lavalle, desde el gobierno de Buenos Aires, mandaría a matar de manera brutal. Tal como relata el historiador Hernán Brienza en su libro Valientes, algunos eran “atados a las bocas de los cañones y despedazados cuando disparaban los proyectiles”. Eso hacían aquellos que se autoproclamaban civilizados. Brienza aporta un dato más que interesante: “Fue ese año 29 cuando por única vez en la historia argentina se registraron más muertes que nacimientos”. Lavalle se convirtió en el primer dictador nacional.

Ante la ausencia de Dorrego, otro federal empezó a abrirse paso en la historia. Juan Manuel de Rosas comenzó a pugnar con Lavalle por el poder nacional. Terminó por obligarlo a renunciar y exiliarse en Uruguay. Desde el país vecino, el unitario proyectaría volver, hacer un nuevo golpe de estado contra Rosas y retomar el poder. Pero regresó a su tierra con un ejército pequeño y pobre, y perdió una tras otras las batallas que planteó. Fue retirándose hacia el norte. Primero a Santa Fe, luego a Tucumán y, finalmente, el 7 de octubre de 1841 llegó a Jujuy.

Allí fue donde, dos días después, esa tropa improvisada de federales lo encontró y en ese fortuito accionar le dio muerte.

“A menudo encontramos nuestro destino por los caminos que tomamos para evitarlo”, escribió el poeta francés Jean de la Fontaine. Y así fue como Juan Lavalle, escapándole a los federales que querían ajusticiarlo por la sangre que había derramado, aquella madrugada de octubre en la que el sol apenas comenzaba a quebrar el horizonte, cerró sus ojos por última vez.

 

*Abogado, diplomado en Historia Política Argentina. Estudiante de Periodismo.

 

 

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