“Pancho” Ramírez y la Delfina: una historia de pasión
Por Carlos C. Claá *
A los años de la independencia los siguieron décadas de luchas internas. Si unitarios o federales, era la cuestión. Es allí donde toman relevancia las figuras de los caudillos provinciales. Y es allí donde se inmiscuye en la historia Francisco Ramírez, el Supremo entrerriano.
Tenía una familia decente –lo cual en la época era sinónimo de acaudalada-. Su padre era un comerciante paraguayo y su madre tenía hectáreas suficientes como para que Pancho tuviese que preocuparse por el devenir de la nación más que por su propio porvenir.
Hasta tenía una comprometida que esperaba su regreso, en Arroyo de la China –actual Concepción del Uruguay-, para formar una familia. Norberta Calvento oficiaba de novia de Ramírez, y si aún no ostentaba el apellido del caudillo era sólo por el simple detalle de que no habían tenido el tiempo de casarse. Si hasta el vestido de novias tenía ya la prometida.
Pero, para su desgracia, no sería Norberta la que protagonizaría junto a Ramírez, la historia de amor más recordada.
Los federales peleaban, al mismo tiempo, con los unitarios en Buenos Aires y con Brasil, en la banda oriental. Desde allí, desde el norte, había traído Pacho a la Delfina. Le decían “la portuguesa” y esa es toda la exactitud histórica que se puede brindar. Si rubia o morocha, si alta o no, poco debe importar. Basta con saber que tenía una belleza tal, que Ramírez no pudo negársele. Y, así como los hombres trataban a las mujeres tiempo atrás, la hizo suya.
Tampoco se conoce el origen de la Delfina. Se ha deslizado que podía ser hija ilegítima de un virrey de Brasil, de un estanciero que luchaba con Artigas o, simplemente, una de las muchas mujeres que acompañaban al ejército para ofrecer su cuerpo a las huestes.
Lo que si puede saberse, porque son de esas cosas que se hacen evidentes aún sin documentación que lo acredite, es que Ramírez se fue enamorando de la Delfina en cada noche que ella dormía a su lado en la campaña. Ahí donde el Supremo era feliz.
Aún seguía yendo a Arroyo de la China a visitar a su prometida. Pero en la ciudad, era un animal en cautiverio. El Supremo había nacido para la batalla, se había formado entre campañas desmontables, en el medio de la llanura. Su abrigo preferido era el calor de una fogata, no la temperatura acogedora de un hogar. Y ahí, la Delfina tenía una ventaja. Eso hacía que el amor por Norberta se fuese apagando, mientras que la pasión por “la portuguesa” fuese en aumento hasta no extinguirse jamás.
Pancho Ramírez, junto al santafecino Estanislao López, habían doblegado las fuerzas porteñas y firmado el Tratado de Pilar. Pero esto le valdría la enemistad con su mentor: José Gervasio Artigas, quien ya débil, se instaló en la provincia del joven caudillo y desde allí lo desafió. Pancho persiguió a aquel hombre, que lo había acuñado políticamente, por las cuchillas mesopotámicas y, como era de esperar, lo derrotó. El viejo jefe oriental, debió abandonar su carrera y mandarse al exilio definitivo en Paraguay.
Desde allí, Ramírez fue el Supremo entrerriano. El dueño de la provincia. Y la Delfina, su “generala”. Vestida con uniforme militar, marcharía junto a las tropas de su amado, hasta el mismísimo día en que éste dejara de respirar.
Tantas agallas y voluntad tenían para la lucha los caudillos federales, que el propio remedio los fue aniquilando. Perdieron su objetivo principal y comenzaron a destruirse mutuamente. Como un cáncer que los devoró por dentro, Ramírez terminó con Artigas y, pronto, López acabaría con Ramírez. Mientras los centralistas porteños veían cómodamente, como se iban acabando aquellos políticos que le habían cuestionado su poder.
Estanislao López se alió con Buenos Aires, entonces el Supremo entrerriano no dudó en cruzar el Paraná y lanzarse a la guerra con las dos provincias vecinas. A pesar de que no podía saberlo, es era la última vez que pisaría su querido suelo entrerriano.
Fue armando batallas a lo ancho del sur de Santa Fe. Ganando algunas, perdiendo pocas. Pero su ejército iba diezmando en actitud y cantidad. De los 700 hombres que lo acompañaban al cruzar al suelo, ahora, enemigo, quedaban solo 300. Y ahí comenzaron las dudas. Él, que había sido el dueño de la Mesopotamia, el caudillo que había puesto de rodillas a Buenos Aires poco tiempo atrás, debía huir hacia Entre Ríos para salvar su vida.
Su estrategia consistía en dar la vuelta por el norte de Córdoba y Santa Fe, y bajar por Corrientes hacia su provincia. Probablemente hubiese pasado cerca de nuestra ciudad, si hubiese tenido tiempo de escapar.
Pero el 9 de julio de 1821, a pesar del paso apurado que llevaban los pocos que resistían a la muerte, tropas cordobesas –aliadas de López- le dieron alcance. En la mañana del 10, comenzó una batalla que ya estaba definida desde antes de empezar.
El Supremo entrerriano pudo huir con un grupo de soldados, entre los que lo acompañaba su “generala”, al galope de los caballos, rezando porque corrieran más rápido que una estrella fugaz. Pero en esa huída descontrolada, el animal de la Delfina trastabilló y en breve, estuvo rodeada de enemigos.
Las huestes cordobesas no salían de su asombro –y de su buena dicha-, cuando vieron que al reponerse aquel enemigo, no solo era una mujer, sino que, además, era bonita. A pesar de la resistencia de “la portuguesa”, comenzaron a manosearla, a disfrutar el menoscabo que le producían mientras se preparaban para violarla.
A centenares de metros, las milicias entrerrianas continuaban con su fuga. Pero el instinto –dirán los más románticos- o el azar –refutarán los más incrédulos-, hizo que Ramírez tirara de las riendas del caballo hasta dejarlo inmovilizado en medio de la sierra cordobesa. Con su mirada penetrante buscó los ojos de la Delfina. Pero solo vio compañeros asustados que lo apuraban a seguir. A pesar de no escuchar los gritos desesperados de su amada, Ramírez entendió lo que pasaba.
Giró hasta dar la espalda a sus subordinados y así volvió, solo contra el mundo, a rescatar a la mujer que lo había acompañado en sus batallas. La divisó en medio de esa montonera desesperada por ultrajarla y enfiló, arma en mano, sabiendo que ese sería su final.
Entró en el grupo de cordobeses casi por sorpresa y atinó a ensartarle su sable a un distraído. Empujó a la Delfina hasta su caballo y la vio montarse. Pero en esos movimientos le regaló su pecho a un soldado que le dio un tiro con su pistola. Se aferró a su caballo sabiendo que no había más que hacer. Pero hizo un último esfuerzo por sobrevivir unos segundos, hasta ver que su amada era rescatada por sus compañeros entrerrianos y puesta a salvo del enemigo. Su caballo, como sabiendo el destino de su histórico dueño, fue frenando el paso para dejarse alcanzar.
Como les había indicado Estanislao López, le cortaron la cabeza de un machetazo y enterraron el cuerpo allí cerca de Río Seco. La cabeza fue embalsamada y exhibida por el caudillo santafecino fuera del Cabildo local. Para que todos supieran lo que era capaz de hacer cuando alguien no le respondía o intentaba intimidarlo.
La Delfina volvió a Arroyo de la China y murió 18 años después. Pero, gran parte de ella, había muerto ese 20 de julio.
Por otra parte, Norberta Calvento –la novia oficial-, sobrevivió a los dos. Murió soltera y sin hijos, 39 años más tarde que “la portuguesa”, y ya nadie se acordó de que ella debería haber sido el amor de Ramírez. Todo lo que Pancho amaba había muerto muchas décadas atrás.
Norberta nunca rehízo su vida. Vivió con el rencor de no haber sido la esposa del caudillo entrerriano. Y al morir, fue enterrada con el vestido de novia que debió haber usado en la boda que nunca pudo realizar.
*Abogado, diplomado en Historia Política Argentina. Estudiante de Periodismo.