Recuerdos de Malvinas
Por Carlos C. Claá *
A 30 años de la guerra, un ex combatiente relató su particular aventura.
El silbido de una bala de cañón indicaba que se iba lejos y, por milésimas de segundo, el cuerpo se aflojaba. Pero en seguida se escuchaba otra que caía más cerca. Y la siguiente no sólo se escuchaba, sino que se podía ver. Entonces, llegaba el momento de despertar a los compañeros que intentaban descansar en las precarias carpas y mandarlos a las posiciones. Otra noche en la que la vida pendía de un hilo en la fría e inhóspita tierra malvinense.
Roberto Picardi tenía 19 años y estaba a punto de egresar del liceo militar cuando estalló el conflicto con Gran Bretaña. Su regimiento, el número 7 de La Plata fue uno de los primeros en ser designado para participar. “Estábamos orgullosos de lo que íbamos a hacer. Uno se creía el cuento que nos hacían”, le narra a este cronista el ex combatiente que de golpe se hizo hombre.
Argentina desembarcó en el archipiélago el 2 de abril. Roberto y sus compañeros lo hicieron el 15. Sus primeras jornadas fueron agotadoras, pero de un trabajo de servidumbre: estuvo en el puerto, en el hipódromo y en el aeropuerto. Se ocupaban de descargar todo el material y lo trasladaban a distintos lugares. El humor era bueno y, si bien se sentía nerviosismo, no se avistaba a los ingleses y, con eso, ya era suficiente: “Se suponía que no iban a venir. Suponíamos tantas cosas que, cuando desembarcaron en San Carlos, pensé que estábamos en problemas”, recuerda Roberto 30 años después. Dos días antes de que los británicos tocaran la árida tierra sureña, Picardi había escrito a sus papás diciéndoles que se quedaran tranquilos, que todo estaba bien por aquellos lares. “Mientras esperábamos el primer disparo británico, pensaba: para qué les dije a mis viejos eso…”, agrega el oriundo de Lomas de Zamora, Buenos Aires.
El frío comenzaba a apurar, el hambre era mucha y las raciones de comida cada vez menos. Los turnos de guardia aumentaban a medida que iban cayendo, muertos o heridos, muchos compañeros. Para colmo, Picardi y los demás no podían dejar de preguntarse algo: ¿Cómo era posible que todos los días sus enemigos tiraban cañonazos desde el mar, sin un punto fijo, sin referencias y los ponían en el mismo lugar? “Hace tres décadas no existía el GPS y sin embargo ellos nos daban siempre en nuestras posiciones. Nos la pasábamos saltando de un lado a otro para que no nos bajaran”, atestigua, aún sorprendido, Roberto.
El otoño del sur les jugaba otra mala pasada. La noche se alargaba y recién empezaba a clarear a las nueve. En una de aquellas interminables oscuridades, una batería de morteros pegó muy cerca de la guardia que hacían los jóvenes del Regimiento 7 de La Plata. Roberto lo cuenta y empieza a revivirlo, porque sabe que aquella noche volvió a nacer. Luego, otra andanada se acercó más y un dolor le nació en la rodilla. El pibe de Lomas, que 30 años más tarde cuenta la historia desde el sillón de su living, creyó que se había golpeado con una piedra. “Por estupidez o por hacerme más fuerte de lo que era, no dije nada”, aclara, pero nunca usa el fundamento más lógico: él y sus compañeros eran chicos de menos de veinte años. ¿Qué hacían esos pibes en una guerra? Para colmo Juan, su compañero de guardia, comenzó a gritar, con ese chillido del dolor que desgarra las cuerdas vocales y Roberto corrió a auxiliarlo. Preocupado porque su amigo sobreviviera se olvidó de su propia necesidad. Hasta que vio que la sangre había inundado su calzoncillo largo y ya teñía de rojo el uniforme militar. “Parte para mi Teniente –exclamó–: dos heridos”. Y se dejó caer a esperar por ayuda.
Con la colaboración de su superior, Juan y él fueron poniéndose a resguardo del enemigo. Una batería más les cayó muy cerca, pero una piedra les sirvió de trinchera. Tras correr colina abajo, un Jeep los trasladó al hospital de campaña en Puerto Argentino. Picardi asegura que en esos momentos no se piensa en nada más que en sobrevivir. En aguantar un segundo más por que el milagro le gane a la desesperación.
El penúltimo vuelo antes de la rendición argentina, la que se produjo el 14 de junio, trajo a Roberto nuevamente al continente. Y, al dolor de la pierna y el haber perdido la guerra, le sumó la desfachatez de un gobierno que hizo todo por esconderlos. Según los militares –aquellos que los mandaron a morir– esos pibes eran la imagen de la derrota. La que el pueblo no tenía que ver. De Malvinas pasó a Comodoro Rivadavia y después al hospital de Puerto Belgrano. “A mi viejo le llega el cuento de que estaba ahí. Pero, erróneamente, le dicen que me habían amputado la pierna. No lo dudó. Agarraron el Falcon de mi tío y se fueron en una patriada a verme”, acota. Cuando lo encontraron no lo podían creer: a pesar de que no podía mover la pierna, estaba sano y salvo. Pero la odisea de Picardi no terminaría allí: “De ahí pasé al Hospital Militar del Ejército. La guerra ya había terminado, pero nosotros seguíamos recluidos”.
Campo de Mayo sería el último lugar donde estaría internado. Un día, la empresaria Amalia de Fortabat apareció para ofrecer su ayuda. Le preguntó si necesitaba algo y ese chico no dudó: “Quiero otra ropa: de civil. Estoy podrido de tener este uniforme”. Al instante le hizo dar una muda que Picardi aún conserva. Esa misma noche se escapó junto a un compañero.
Volver a Lomas sin saber cómo no fue fácil. Pero ese pibe de 19 años había pasado peores. Así que tomó el riesgo y regresó: “Éramos unos inconscientes –sostiene en la actualidad–, escaparse de una unidad militar en plena dictadura…”. Cuando llegó a su barrio, se armó un revuelo. “Parecía que eran las dos de la tarde, no de madrugada”, comenta risueño. Porque comenzaron a llegar a su casa familiares, amigos, profesores y vecinos, entre otras personas. Aquel reconocimiento que nunca llegó por parte del gobierno, se lo dio su barrio. “Esa gente fue mi contención. Por ellos pude superar la guerra”, termina.
Cuando a Picardi se le pregunta cómo hizo para subsistir allí, con el miedo latente y las balas sobrevolando su cabeza, él suelta una analogía más que ensayada: “Es lo mismo que un tipo que vive al lado de la vía de un tren. Vos pensarás: no se puede descansar con este quilombo. Y el hombre, sin embargo, duerme. Uno aprendía a descansar con el chiflido de las bombas. Cuando sentías que te saludaban de cerquita, te levantabas y te metías en la posición a esperar”. La costumbre del hombre no tiene límites. Y el espíritu de supervivencia tampoco.
Roberto Picardi hizo de aquella Guerra su causa primordial. Dedicó su vida, además de formar su familia, a obtener el reconocimiento por parte del gobierno que había comenzado dándole la espalda. Hoy da charlas contándoles a alumnos de escuelas primarias y secundarias sobre el horror de las batallas. Gracias a su intervención, se logró que el Pami incluyera a los soldados de Malvinas en su esfera y le brindara prestaciones. Además, por las suyas, se gestionó una reunión con Juan Pablo II, donde le pidió por la paz e hizo bendecir un banderín de los ex combatientes. Ese que colgó orgulloso en la pared de su escritorio.
*Abogado, diplomado en Historia Política Argentina. Estudiante de Periodismo.