Mal uso y falta de control: El drama de los chicos que crecen en pueblos fumigados
Clarín recorrió durante nueve días tres provincias y comprobó que se utilizan plaguicidas cerca de escuelas y viviendas. Las denuncias sobre los efectos en la salud y la desidia del Estado.
Pedro Mores llegó a la medianoche del jueves 29 de noviembre al hospital Regional de Sáenz Peña, Chaco, con un DNI para su hijo. “Ya tiene mi apellido”, repitió dos veces como para tranquilizarse. En un rincón de la cama, Gonzalo, su hijo, respiraba gracias a una máscara de oxígeno.
Cerca, varios pacientes eran atendidos de urgencia en los pasillos mientras que un hombre dormía en una reposera en la puerta de terapia intensiva. También había dos perros entre una familia sentada en el suelo y lista para pasar la noche.
“Riesgo inminente de óbito”, decía el último parte médico de Gonzalo, eufemismo que indicaba que el bebé de 2 meses y 27 días podía morir en cualquier momento.
En su diagnóstico, entre una marea de términos médicos, se leía “malformación cráneo encefálica” . Gonzalo fue gestado en uno de los tantos pueblos de Argentina expuestos a las fumigaciones de agroquímicos sin control en el que las estadísticas oficiales marcan numerosos casos de malformaciones.
Pedro Mores, su papá, vive en uno de los bordes del pueblo de Gancedo, Chaco. “Acá fumigan constantemente con aviones y con los tractores, que llaman ´mosquitos´. Dan la vuelta sobre las casas. En el pueblo hay más casos como el de mi hijo. Y somos siete mil habitantes. Esto de los venenos empezó en los ´90 y cada vez tiran más. Nosotros teníamos plantas de frutas que se han secado y las frutas ya no crecen”.
Un informe de mayo de 2012 del Ministerio de Salud de la Nación , al que accedió Clarín, confirma la sospecha de Mores. En las poblaciones expuestas a las fumigaciones con agroquímicos, ya sea aéreas o terrestres, hay un 30% más de casos de cáncer que en otras de zonas no expuestas. Las malformaciones en estas zonas se cuatriplicaron en diez años.
Las denuncias sobre los efectos de los agroquímicos, insumos fundamentales para el modelo de agronegocio actual que promueve cosechas de alta rentabilidad , suelen perderse en la polémica. Desde CASAFE, la Cámara que reúne a 25 empresas de agroquímicos, entre las que se cuenta a Monsanto, Bayer y Syngenta que dominan el 80% del mercado, niegan que estos productos que se utilizan para matar plagas sean tóxicos, si se usan de acuerdo a las instrucciones y al “uso responsable”.
“Desde la Cámara nuestro objetivo principal es la defensa de las buenas prácticas agrícolas. Estos productos no causan ningún efecto sobre la salud humana y el medioambiente”, asegura a Clarín Juan Cruz Jaime, presidente de la entidad, que en el último año dio 45 cursos para capacitar a 3.500 productores y que tiene un programa para evitar la reutilización de los envases de agroquímicos.
El Estado, en tanto, no controla el correcto uso de estas sustancias y las evidencias en los problemas de salud están a la vista. Recorrer los pueblos, como lo hizo Clarín durante nueve días, muestra intimidades dolorosas.
Después de Estados Unidos y Brasil, Argentina es la tercera productora mundial de soja . En la última cosecha se sembraron 19 millones de hectáreas y en cada una de ellas, como mínimo, se estima que se usaron diez litros de glifosato. Por lo tanto en un año se rociaron por lo menos 190 millones de litros del herbicida. Estas fumigaciones –según estimaciones de organizaciones ambientalistas– afectan a 12 millones de personas en todo el país, quienes reciben estos agroquímicos sobre sus casas, escuelas, pozos de agua, sobre sus vidas.
Los reclamos sobre las consecuencias en la salud empezaron a conocerse en 2005 en las provincias de Córdoba, Chaco, Santa Fe, Misiones, Entre Ríos y Buenos Aires. Los sembradíos se extendían, rodeaban a pueblos y escuelas, y apenas los separaban de las casas los alambrados y calles angostas de tierra.
Hugo Gómez Demaio es jefe del Servicio de Cirugía Pediátrica del Hospital Provincial de Posadas, Misiones. Hace más de una década comenzó a notar un crecimiento en la cantidad de recién nacidos con malformaciones. Elaboró un mapa con la procedencia de los que padecían mielomeningocele , un defecto del cierre del tubo neural que se da durante el primer mes del embarazo. Una malformación que puede acarrear hidrocefalia, parálisis y daño neurológico que muchas veces es irreversible.
“Vimos que todos fueron gestados en zonas de uso masivo de agrotóxicos e incluso en la población no expuesta había agroquímicos circulando en sangre, cuyos efectos combinados no se conocen”, asegura Gómez Demaio. Luego aclara: “Porque yo sé cómo actúa el glifosato, pero no sé cómo lo hace si lo combina con el herbicida llamado “2,4D”, que es uno de los componentes del “agente naranja” usado por Estados Unidos en la guerra de Vietnam ”.
En Argentina no existe una ley nacional de agroquímicos, pero sí hay una norma general de protección al ambiente. Por su parte, las provincias tienen legislaciones particulares que intentan regular el uso de los herbicidas e insecticidas.
Ante las denuncias reiteradas de los posibles efectos sobre la salud de estas sustancias, Cristina de Kirchner creó en 2009 la Comisión Nacional de Investigaciones sobre Agroquímicos, con varios organismos públicos encabezados por el Ministro de Salud. Tras un período de investigación, la comisión denunció el “uso inadecuado de los productos fitosanitarios, atribuido entre otras causas, al incumplimiento de la legislación vigente”.
Entonces, el Gobierno decidió crear un “Programa Federal para el fortalecimiento de los sistemas locales de control”. Según CASAFE, “tuvimos unas reuniones pero desde hace dos años dejaron de convocarnos”.
El poco o nulo resultado del Programa Federal puede observarse en el recorrido por las zonas afectadas en el noreste argentino.
El pueblo de Avia Terai, en la provincia del Chaco, puede ser el ejemplo de la falta de control. A las siete de la mañana, tres carros tirados por caballos hacen fila frente a un pozo público para sacar el agua que después se venderá en el pueblo, de más de 5.000 habitantes. Dos mujeres en bicicleta también esperan su turno para cargar agua. Tienen dos bidones colgados del manubrio.
En las etiquetas se lee “Roundup” . Es el glifosato de Monsanto cuyo envase no debería usarse para transportar agua.
Avia Terai está repleto de campos sembrados. La soja y los girasoles crecen hasta el límite del pueblo. Una pista de aterrizaje es otro de los límites. Desde ahí despegan los aviones fumigadores, justo pegado al barrio “Padre Mugica” , construido hace pocos años por la Fundación Madres de Plaza de Mayo.
Detrás de la pista de aterrizaje está instalada una empresa de agroquímicos que recomendó a los pobladores que no caminaran por los alrededores porque “hay polvo tóxico en el aire”.
En el barrio Mugica viven 108 familias. Cada una tiene alguna persona con algún tipo de discapacidad. La mayoría son menores.
Nadia Leguizamón es una de ellos: tiene 12 años y hace dos que dejó de caminar . “No me dijeron nunca cuál era el diagnóstico, siempre tuvo dificultades para moverse”, explica su mamá, Viviana Pérez , mientras acomoda a su hija en la silla de ruedas que tiene un almohadón bordado que dice “Sos mi vida”. “Muchas veces me dijeron que el veneno de los cultivos pudo haber influido. Cerca del campo siempre había fumigaciones”.
Ramón es el padre de Nadia y trabaja en el campo mientras su mujer intenta conseguir un turno con el traumatólogo. Su hija está cada vez peor. Y no quiere dejar pasar el tiempo. Ramón se pregunta, de manera retórica, “¿qué se puede hacer con la empresa de fumigación cada vez que pasa el “avioncito?”, como la llaman en el barrio a la pequeña nave que fumiga.
Su paso queda evidenciado, según los vecinos, por un polvo blanco que queda sobre las casas y porque los árboles están secos.
Katherina Pardo iba a la Escuela 532, a pocas cuadras de la casa de Nadia. Recuerda que muchos de sus compañeros se desmayaban los días en que se fumigaba. “Estaba naturalizado que en determinada época del año aparecían dolores en la cabeza y desmayos” Ahora, con 21 años, sigue tratando de que las cosas cambien “porque la gente tiene derecho a no ser fumigada”. Su lucha es lograr que se habilite una escuela para los chicos con necesidades especiales. “Cada vez son más y no pueden ir a clase”, dice.
Gabriela es la maestra a cargo de los trece alumnos con capacidades diferentes que asisten a clase en un aula prestada de la escuela de Avia Terai. Asegura que hay demasiados casos de nacimientos con malformaciones en la zona. “Es un pueblo pequeño para que haya tantos”, agrega.
“La falta de control del Estado en la aplicación de agroquímicos se agrava porque después de que la población estuvo expuesta no se le brinda asistencia para el tratamiento de las enfermedades y el seguimiento del paciente para su calidad de vida”, se indica desde la Red de Salud Popular “Ramón Carrillo” de Chaco. Desde la organización aseguran que hay registros de uso de los herbicidas glifosato y 2,4D, el componente del agente naranja cuya aplicación aérea está prohibida en esta provincia y la aplicación terrestre que está restringida desde marzo a agosto. “Sin embargo, la gente reconoce que lo usan mezclados”, dicen.
La abogada de la Red, Alejandra Gómez, afirma que al no haber un sistema de control del Estado, “no se sabe qué es lo que se está aplicando, y tampoco la forma de aplicación, y entonces esto genera más enfermedad”.
Las denuncias se repiten en otras provincias a través de la “Red de médicos de pueblos fumigados” o la agrupación “Paren de fumigar”.
La falta de respuesta del Estado provocó que la población reclame por la vía judicial. En la Leonesa y en Las Palmas, a sesenta kilómetros de la capital de Resistencia, sus habitantes intentaron detener en la justicia las fumigaciones que avanzaban sobre sus casas desde los arrozales. El juez les dio la razón. Ordenó detenerlas.
En agosto pasado, en Córdoba, un juez condenó por primera vez a un productor agropecuario y a un fumigador por haber rociado agroquímicos sobre el barrio Ituzaingó. La condena fue apelada, pero la Justicia no resolvió si existe o no relación entre el uso de los agroquímicos y el aumento de las enfermedades detectadas.
También en la Leonesa y Las Palmas el gobierno chaqueño ordenó hacer un relevamiento en los hospitales. Después de casi diez años de denuncias, por primera vez en 2010, ese informe confirmó las sospechas de los vecinos: los casos de cáncer en niños se triplicaron y las malformaciones en recién nacidos aumentaron 400 %.
El informe señala la “multicausalidad” del cáncer, pero indica que “este incremento de la casuística coincide” con el aumento de prácticas y técnicas de cultivo que incluyen pulverizaciones aéreas con herbicidas que se da en la “expansión de la frontera agrícola”. Desde el Centro de Epidemiología provincial criticaron el estudio, pero no presentaron un informe alternativo. Tampoco realizaron estudios epidemiológicos, sugeridos por la Comisión creada por el Gobierno. Las sugerencias quedaron en el olvido. Y la frontera agrícola se siguió extendiendo. Santiago del Estero, precisamente en Quimilí, en el noreste, es un ejemplo de este avance. Cuando Clarín visitó el pueblo, un avión terminaba de realizar la tercer pasada sobre el girasol que rodea la Escuela 146 “La Pampa”. Un guardia con un perro alertó sobre la presencia de esta enviada y el avión desapareció .
Esta comunidad indígena –de 110 familias que vive en la zona conocida como “Lote 4”– asegura que las fumigaciones secaron los árboles frutales y que los chicos quedan con los ojos irritados después de cada pasada. En total, son 24 alumnos en la escuela, pero Chiqui –una de las mujeres de la comunidad indígena– cree que pronto serán menos. “Nos rodean, y muchos se casan y se van”, dice.
A unos metros un tractor “mosquito” pasa por un campo sembrado con soja. Su dueño explica que no sabe qué producto está tirando, porque acaba de llegar. Cerca, a unos dieciocho kilómetros, una topadora amarilla lucha contra las ramas secas y espinosas del bosque original para ampliar la frontera productiva.
Los Texeira viven una realidad parecida en un rincón de Misiones, en Colonia Alicia, justo donde el Río Uruguay da una curva que se dibuja como frontera en los mapas. Desde la casa de madera se ve el río y las plantaciones de tabaco y soja que fueron comiendo a la selva que se extendía sobre la tierra colorada. Después de caminar casi una hora, Rosana Texeira fue a pedir una crema a la intendencia para su hijo menor, Lucas. Tiene un año y diez meses y no puede exponerse al sol. En la zona, se alcanza una temperatura de 36 grados hacia el mediodía. Lucas tiene ictiosis severa. Es un caso llamado “niño lagarto”.
En realidad, es un bebé gracioso que se refresca en el agua que inunda el patio.
La piel de Lucas se descama aceleradamente, sus plantas de pies se abren y lastiman aún más rápido y sus párpados se llenan por dentro de cascaritas. Lucas parece que llorara sangre.
“Los médicos dicen que es un caso raro. Una vez nos dijeron que era de tanto agroquímico que hay en el ambiente. Pero nadie lo confirma,” cuenta Arnoldo Texeira, el padre de Lucas y sospecha.
Sospecha como Pedro Mores lo hace sentado al lado de la cama de Gonzalo, su hijo recién nacido. Mientras espera que el diagnóstico de riesgo de muerte inminente no se cumpla y que pronto alguien le dé una mochila de oxígeno y así poder volver a su casa.
Fuente: Clarín