El 1 de julio de 2017, ella vestía una campera roja con cierres y el interior en blanco y negro, una remerita tipo chomba rosada, el jean y unas zapatillas rosadas casi nuevas. Se trata de los mismos objetos encontrados ayer, en Golondrina. Su mamá los reconoció este mediodía.
Liliana Jara mira al suelo casi todo el tiempo, habla muy bajito y pocas veces levanta la mirada. «Ella se había ido a jugar al 9 (un juego de naipes), al bar que está cerca de la garita. Yo le había dicho que no, que no le iba a cuidar la nena. Pero ella me insistió, que tenía 400 pesos que le había prestado un amigo. Ella estaba seca…», cuenta a UNO Santa Fe. Era el sábado 1 de julio de 2017 y Rosalía necesitaba con urgencia más dinero, porque eso era lo único que le quedaba. En Fortín Olmos no le quedaban muchas otras chances para resolver su necesidad económica.
La madre aprieta un pañuelo entre las manos, encorvada en una silla plástica roja. Recuerda las últimas horas en que vio a su hija y su última conversación: «Me dejó a Alma y me dijo que era solo un ratito. La llamé a las 10 y me dijo que estaba jugando. Ella no quería que la llame tantas veces, porque decía que no le traía suerte. Entonces la volví a llamar recién a la 1, de nuevo a las 2, a las 3 y a las 4. Cuando amaneció me cansé de llamarla. Lo llamé a mi hermano para que vaya a ver hasta el bar, y nada».
En ese momento, Liliana ya sabía que algo no andaba bien: «Me fui más tarde a la comisaría a hacer la denuncia de que mi hija no había vuelto, porque mi hermano me decía que tenía que esperar 24 horas. Pero yo sabía que sea la hora que sea ella volvía siempre a buscar a su hija y de ahí se iba a su casa. Esa nenita era la vida de ella».
El bar al que hace mención Liliana es en realidad una casa muy precaria, sin cartelería, luces en la fachada ni nada que se le parezca. Queda a metros de «la garita», un punto histórico de Fortín, donde pasaba el transporte que trasladaba a los trabajadores de la Forestal, en la salida del pueblo, camino a Vera.
La última tarde
La madre cuenta que esa tarde del 1 de julio, Rosalía había ido a ver a «la húngara» y que la mujer le dio un «curundú» (una especie de amuleto). «Era un coso rojo que se puso en el bolsillito de la campera. Ella creía que con eso iba a tener más suerte, que iba a ganar. La húngara le pedía plata para adivinarle, pero yo no sé qué le preguntaba. Y el amigo que le prestó los 400 pesos también fue ese día a la húngara y tenía ese mismo coso rojo para la suerte. Esa noche él ganó mucho».
«Cuando llegó a casa, yo estaba mirando la quiniela. Ella salió para hablar por el celular y la vi que saltaba, como que estaba contenta. Vino a buscar el papel de los análisis, que decía que el 3 de julio tenía que ir», va reconstruyendo los recuerdos Liliana.
Al rato, sigue la mamá, se puso una campera roja con cierres, una remerita tipo chomba rosada, el jean y unas zapatillas rosadas que «hace poco se había comprado» (la madre habla en todo momento como si el tiempo hubiera quedado congelado en julio del año pasado).
«Mi hijo la dejó ahí. Hablé con ella a las 10 y estaba ahí, contenta. Ella por ahí ganaba, hasta mil, dos mil pesos. Un testigo dice que ella estaba ahí a la noche. A mí se me perdió del bar», dice Liliana mientras vuelve la mirada en el suelo una vez más.
Solo vuelve a levantar la cabeza cuando se acerca Alma, la hija de Rosalía, a pedirle upa. La sienta en sus rodillas y muestra que «se está curando de la varicela» y que «cuando estaba enfermita pedía por su mamá».
Ella ya era una víctima
La última semana había sido difícil para Rosalía. Hacía alrededor de 15 días había retomado su relación con su expareja, un hombre muy mayor al que había acudido para sostener a su hija. Solo una semana duró la paz en el hogar, del cual la joven ya había huido, víctima de violencia de género.
«El marido hasta le pegaba. Ella nunca lo denunció, fui yo a denunciarlo cuando le pegó un puñete. Ella se defendía, pero era muy chica. Un día me dijo que estaba cansada. Vino a vivir conmigo. Estaba por empezar a hacer una buena vida y él vino a buscarla, me prometió que la iba a cuidar y se la llevó, junto con mi nieta. A la semana se pelearon y empezó el problema, porque él quería lo de los análisis por paternidad», recuerda Liliana.
Y sigue: «El viejo le pedía la casa, el exmarido. Ella me decía que lo grabe con el teléfono, pero yo no sabía… Él me decía que le iba a quemar la casa. Le hizo cortar la luz».
En un intento innecesario por justificarla, la mamá repite una y otra vez: «Ella iba a ir a hacer el análisis, aunque mi papá me decía que el marido era «tierra blanca» (infértil), que Alma no era hija de él. Ella ahora vivía sola con su nena y hasta fue a la Comuna a pedir plata para el pasaje, porque tenía que ir a Reconquista a hacer eso y no tenía para pagar. Vino mala porque solo le dieron 70 pesos. Me decía: «Mami, otra vez me llaman para hacer los análisis y no tengo plata»», acota.
«Ella estaba mala porque había ido a un careo con el marido el miércoles y al día siguiente le llegó el papel de los análisis (la citación para realizar el estudio de ADN). El sábado a la noche la hicieron desaparecer», finaliza la mujer casi en un susurro.
La mamá radicó la denuncia por la desaparición de Rosalía el 2 de julio de 2017 en la comisaría de Fortín Olmos. Créditos: José Busiemi.
La mamá radicó la denuncia por la desaparición de Rosalía el 2 de julio de 2017 en la comisaría de Fortín Olmos. Créditos: José Busiemi.
Valdez
El único detenido en el marco de la investigación por la desaparición de Rosalía Jara es Juan Valdez. La detención se produce tras detectar una numerosa cantidad de llamadas telefónicas entre ambos, la misma noche que ella desapareció. Luego se realizó también el análisis de ADN que comprobó que era el padre de su hija.
Cuando se conocieron él era profesor de Educación Física. Ella tenía solo 13 años, era una nena. «Yo no sabía nada del profesor. Mi hijo me dice que andaban desde que tenía 13 años. Él era su profesor. Ella iba para que la enseñe, era su alumna; no para que la embarace. Si yo sabía que andaba con él, lo denunciaba, pero andaba a escondidas. Yo a él lo conocí después que ella desapareció, cuando fui a firmar los papeles de querellante», dice Liliana.
Mucha información comenzó a salir a la luz para esta mamá cuando Rosalía desapareció: «Mi hijo dice que él la venía a buscar a casa. Pero yo a las 6 de la tarde ya estoy acostada. El hombre venía con la música fuerte y la alzaba, con el auto blanco. Yo no entiendo los celulares, así que nunca le vi».
A la madre solo le llamó la atención que el docente le diera plata a su hija: «Yo le preguntaba que por qué él le daba plata. Ella me decía que él tiraba la plata al suelo y ella la levantaba. A veces eran 200 pesos y otras veces, 300».
Con pocas palabras, Liliana es capaz de decir grandes verdades, más aún cuando se le pregunta por qué en un pueblo tan pequeño como Fortín Olmos una joven puede desaparecer sin que nadie vea nada: «Lo defienden porque es un profesor y yo soy pobre. Pero la Justicia es para el pobre también…».
La garita, en el camino a Vera, a metros del bar de Fortín Olmos. Es el último lugar donde la vieron. Créditos: José Busiemi.
La garita, en el camino a Vera, a metros del bar de Fortín Olmos. Es el último lugar donde la vieron. Créditos: José Busiemi.
Rosalía
Quizás el relato debería haber comenzado por ella, por sus ganas de ser maestra o policía, por su empeño en mantener a su pequeña hija, por rebelarse contra los golpes de su expareja, por ser el apoyo de su mamá y sus hermanos.
También podrían contarse los innumerables puntos en común que relacionan su historia con la de Ana María Acevedo, por ejemplo, en tierras muchas veces inhóspitas para las mujeres, donde las carencias atraviesan a la mayoría de las instituciones, donde se naturaliza la violencia, donde los abusos no se leen como tales. Hubo cambios en los últimos años, es cierto, pero no los suficientes. Mientras en ciudades de mayor porte ya se discute sobre lenguaje inclusivo, hay regiones en que las mujeres aún quedan presas en sus propios hogares, condenadas a no ser.
Vinculaciones se podrían establecer también con casos más cercanos a la capital provincial, como el de la desaparición de Natalia Acosta, con búsquedas dolorosas e incansables por parte de las familias, con silencios cómplices por parte de quienes vieron lo ocurrido y decidieron castigar una vez más a las víctimas.
«Rosalía venía todos los días, comía conmigo, se reía ella. Charlaba mucho, por eso la extraño tanto. Ella cuando ganaba me compraba mis cosas favoritas, me regalaba. Me compraba pollo asado para que coma, empanadas. Para mi cumpleaños y para el Día de la Madre yo siempre tuve un regalo de ella. El año pasado ya no lo tuve…», describe Liliana, su mamá.
Solidaria, generosa, compañera, alegre. Son los adjetivos que describen a Rosalía. «Ella siempre se ocupaba de mí. Me llevaba a cobrar la pensión», destaca.
No era delicada con la comida. Las cosas dulces le gustaban mucho, «muy dulcera era, hasta se empachaba», afirma la mamá. Y remarca que «ella siempre ayudó a todos, podía sacarse el pan de la boca para darle a su familia».
Y los sueños completaban a esa joven irreverente, que se negaba a depender de un hombre para sostener a su hija, que ignoraba las miradas y murmullos de aquellos indiscretos que maldecían su disfrute en un espacio de juegos reservado casi con exclusividad para el público masculino, que había decidido marcar ella el rumbo de su vida, sin limitaciones.
Le gustaba escuchar de música de todo tipo, pero siempre para bailar. «Ozuna, escuchaba», señala Daniel, un tío de su misma edad con quien ella compartía muchas horas, y agrega: «Le gustaba bailar, pero mucho nunca salimos. Hay poco para ir en Fortín y hay que tener plata».
«Ella quería hacer algo en su vida, para poder comprarle cosas a su hija. El año pasado había empezado de nuevo segundo año, a la noche. Siempre fue a la escuela acá, en la San José Obrero primero y después empezó la secundaria», enumera la mamá.
Y agrega: «Ella dormía la siesta, se levantaba, limpiaba, cambiaba a su nenita y después trataba de ir a la escuela. El problema es que ella se iba a estudiar y cuando volvía siempre peleaban con el marido, porque él le decía que se ponía celoso. Pero ella quería ser alguien, quería ser maestra o policía. Quería tener un sueldo. Rosalía quería terminar la escuela. Ella tenía cabeza, yo salí de sexto nomás, pero ella sí podía».
El dolor es tan fuerte como la ausencia. Liliana hoy se refugia en su nieta y en sus otros hijos, pero el día a día le cuesta cada vez más: «Hay días que me quiero morir, que no quiero vivir más… Ojalá me hubiera pasado algo a mí, no a ella…».
Lo que sigue
Más allá de la identificación de las prendas, aún falta cotejar los restos óseos con el tipo de ADN de Rosalía Jara, para terminar de confirmar la identidad del cuerpo hallado.
FUENTE: Uno Santa Fe